María Zambrano: de Europa


María Zambrano
                                  
   Jorge Rodríguez Padrón


Este ensayo, sobre la obra de María Zambrano, es parte de una serie que apareció en la prensa española entre 2001 y 2005 y el año pasado se convirtió en un libro, publicado por la Editorial Idea.

Los ensayos que se reúnen en este libro (La agonía de Europa) se escribieron entre 1940 y 1945. Las fechas son elocuentes; lo mismo que la filiación unamuniana del título: agonía en tanto crisis, en tanto debate interior en que se dilucida la identidad cultural de Europa; quiebra de Occidente, de esa memoria que nos constituye en libertad, pero también en una sustancial manquedad. Tras la desolación dejada por el largo período bélico que entonces culmina, ¿cómo poner de nuevo en pie este edificio común que habitamos? A partir de esa pregunta, el hilo de una reflexión –eso hace María Zambrano- que supere la menudencia coyuntural de la anécdota para ir a la categoría: tocar los bajos fondos de la conciencia, donde está la verdad. Operación que supone, en primerísimo lugar, el reconocimiento de lo negligentemente perdido: principio y valores suplantados por el éxito y la actualidad –reacción de tanto advenedizo-: “¿A qué rechazar lo inmediato? Mejor rendirse adorándolo, (…) mejor entregarse aceptándolo”. Es decir, establecerse en la seguridad soberbia del saber como tener, como poder. Entre lo perdido y olvidado, como ya dije, la verdad; pues no han sido los hechos, ni esa reducción de la historia que es la política, los constituyentes de nuestra memoria, sino una consciencia de incertidumbre y fragilidad que hemos preferido tachar de caprichoso idealismo para dar carta de naturaleza exclusiva a la razón ilustrada: esa disciplina apaciguadora.

María Zambrano apunta, pues, al centro neurálgico de lo que significa dicha identidad cultural; y por eso interesa tanto –ahora mismo- su reflexión. Los hay escépticos que suelen mirar de reojo su discurso: pura especulación –dicen sin decir, pero se les nota-. Yerran, claro está; y en este caso concreto, mucho más, pues la cuestión que nuestra escritora pone sobre la mesa es ciertamente muy peliaguda: aquella agonía, reflejo de una violencia constitutiva ante la cual toda generosa entrega para combatirla ha sido sofocada, una y otra vez, por la misma mezquina cordura. Me atrevería a afirmar que esta última supone una perversión interesada de la verdad, por ofuscación del conocimiento, por conveniencias del poder: una línea divisoria, frontera insalvable (y se dice espurios a quienes osan cruzarla), que quiebra en dos “la tradición, la gran tradición que a todos reúne y que, a través de todos los cambios, subsiste”. Recurrente estrategia, inútil después de todo; porque “el hombre europeo se ha glorificado por la creación”, por el sentido religioso en que se funda, y desde el cual crece y se consolida su personalidad histórica y, sobre todo, intelectual: una existencia que no puede ser sin los interrogantes que genera. Principio, en la síntesis griega que ya contenía el componente oriental, por más que su plenitud (época helenística que ilumina las dos orillas del mundo y del tiempo; mixtura alejandrina) se haya dicho decadencia. Componente oriental, también, del grotesco proscrito por el razonado artificio del humanismo renacentista. Desvío, en ambas articulaciones históricas; obstáculo para la salida de sí del ser que quiere penetrar en la complejidad de su principio.

Nuestra escritora pone su discurso bajo la advocación intelectual de san Agustín. Y cuando digo intelectual no pretendo atenuar (menos disimular) la espiritualidad; bien al contrario, quiero dejar sentado que María Zambrano reconoce ambos signos del pensar como consustanciales al principio por ella recuperado para la derruida Europa de entonces. No se trata de “un creer disciplinado”, nos dice; la posición del norteafricano Agustín de Hipona, en los amenes del Imperio, desvela –por vez primera- el drama del límite que nos constituye (ser como permanecer en sí, frente al desnacerse y deshacerse propio de la cultura oriental; cristiano, sí, pero que entiende la religión en tanto raíz del ser y pensar, espacio para las más radicales preguntas de la existencia). Espiritualidad que abre las conciencias. Es de ver la terquedad, muchas veces ignorancia, de burócratas y políticos de la más civilizada Europa de nuestro tiempo: confunden religión con doctrina –y hasta con adoctrinamiento, que es peor- para justificar la proscripción de la primera, como si ésta nada significase para nuestro reconocimiento identitario y cultural, para nuestra memoria. Creyentes disciplinados –ellos sí- del saber ilustrado; ciegos, en consecuencia, ante el riego y peripecia, esa aventura existencial en que se cumple la verdadera historia. Aquella violencia, por tanto, dibuja la profunda cicatriz que cruza, de parte a parte, el rostro de Europa.

Esta reflexión de María Zambrano ha de ser la nuestra hoy, afanados como estamos en construir, por fin, nuestro verdadero lugar común con la concurrencia de los hasta ahora apartados, de los sólo mirados al biés durante tanto tiempo. Habla nuestra autora de un lado verdaderamente heterodoxo y destructor, ante cuya amenaza siempre estuvo en guardia la razón, armada de todas sus armas; allí, la religión desborda su reducto doctrinal o eclesial (del que se apoderaron quienes la negaron) y alcanza la raíz del ser, aquel fondo de conciencia donde la verdad deja de ser peso que sobrellevamos para mostrarse como inquietud e inminencia permanentes, inteligencia y espíritu rebelados contra los obstáculos de la razón, contra ese “europeo estoico (que) es posible que no contribuya a la creación, pero (que) no destruye y aun evita (…) que se destruya: es el europeo conservador. Será el origen del ilustrado”. No se refiere Zambrano al fanático integrista; señala a quienes no contribuyen a la creación, a aquéllos que ajustan su palabra al compás del saber y nada más. Porque “lo realizado por Europa no ha sido el cristianismo, sino, a lo más, su versión del cristianismo”. Subrayo, y es aviso para esos navegantes de la política, con tan pocos pertrechos de saber, aunque nos quieran convencer de lo contrario.

Renacer y reconstruirse, permanentemente: acción que funda la historia europea; si crítica, nunca ajena a su motor espiritual. Por ello –advierte Zambrano- no se orienta al más allá de la promesa. Vida eterna, pero aquí; existencia que se cumple en abierta esperanza, a la que no se puede optar sin exponerse, en el más riguroso sentido de este término: despojamiento y confesión; ir al fondo de, “lado en sombra y en desgracia de (la) vida”; lo oscuro e inferior, con la verdad “gravitando más hacia la posibilidad, teniéndola más en cuenta que a la realidad misma”. Frente al vicio ilustrado de la disputa entre razón y sinrazón, la virtud del atrevimiento que observamos en el idealismo, desde la Grecia clásica hasta la Alemania romántica: un camino de conocimiento mayor, puesto que siempre abre una demasía por explorar. Valdrá recordar cómo aquel viaje romántico, nuevo desplazamiento de la barbarie hacia el civilizado Sur, hasta la sugestiva Antigüedad mediterránea, acabaría por confirmar que no hay identidad europea hasta que no se cumpla el itinerario recíproco, y con pareja voluntad de reconocimiento.

   Por no estar enteros, necesitamos saber acerca de nosotros mismos, porque ese saber nos lleva a ser. Ser del que la vida es la posibilidad, el conato. Con la revelación de la vida salimos de la oscuridad y de la dispersión. Y quien sale es el otro que proyectamos ser, al que tendemos.

Ésta, la verdad que hace del hombre europeo siempre dos (razón, no bien entendida, de los heterónimos, por ejemplo): instalado en el drama y en la ironía, riqueza mayor que deja sin efecto tanta soberbia que ha sido mutilación del lado más vivo y necesario, pues “al hablar con un europeo se habla con un conflicto, con alguien que se desvive por vivir”. Esta agonía, Europa. “Porque su ser verdadero reside detrás”; su enfermedad y obstáculo mayor, la tendencia a deformar burlonamente esa doblez, en detrimento de su “utopismo revolucionario de resurrección”; a disfrazar la lucidez de cansancio y hacer como si nada (con cierta ternura paternalista) ante el “amor a lo imposible y (ante el) abandono del saber más peculiar del hombre europeo: el saber vivir en el fracaso”; a dejar que la eficacia se apodere del espíritu creativo (como día a día comprobamos, y los medios corroboran), que la comodidad de la corrección y del orden acrezca el temor al riesgo de pensar y ser en la verdad. Así se ha acabado con la razón de las formas, con la necesidad del estilo como expresión del ser. Y todos tan contentos.

Comprensible, por tanto, que María Zambrano nos remita, para concluir, a la destrucción de las formas en el arte europeo de los años treinta; a la derrota de la palabra, yendo entonces hacia un silencio que nunca niega la expresión –lo han entendido (mal) tantos-, que la empuja hasta su espacio primordial para comenzar siempre, en vigoroso reflujo. Figura descompuesta y palabra detenida en tal inminencia abren el paréntesis de inquietud y desasosiego que nos vuelca en el abismo, territorio de verdadera libertad donde suceder en el ser (que es el ser), como desde los románticos se sabe. Que la poesía es la forma necesaria, ya nadie lo duda; si no, a qué tanto premio y apremio para celebrar el monstruo de la novelería, como de la novela dijo José Bergamín. Estos ensayos de María Zambrano, una verdadera teoría; el libro, un breviario: para leer y meditar que –por cierto- vienen a ser la misma cosa.


 

 

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